Estoy atrapada adentro de mí misma.
Estoy atrapada adentro de esta carcasa negra y solitaria.
Por afuera, me muevo. Me levanto —cuando puedo—, me voy —cuando quiero—; me arrastro, más por inercia que por otra cosa, en una vida cotidiana que no se cansa de repetirme que no descansa —que el tiempo es inexorable. (Solían fascinarme los relojes. No sé si ya no me gustan, pero ahora están acompañados de una desesperación que no hace más que intensificarse con cada minuto que pasa. Como si, en vez de un «tic, tac» tan pintoresco, el segundero se hubiera convertido en el verdugo de una cuenta regresiva.) Pero por adentro estoy inmóvil. Paralizada por el miedo. Aterrada por una naturaleza propia que cada vez parece tener menos de contingente y más de necesaria.
Sueño. Siempre soñé mucho. Ahora hay dos diferencias: la primera, que antes mis sueños siempre eran pesadillas —había algo muy satisfactorio en el asidero de la realidad, en despertarse y, aunque con el corazón latiendo a mil por hora, darse cuenta de que lo peor de lo peor era falso. Ahora, la pesadilla está en vida, y los sueños se han vuelto el asidero de una cordura cada vez más lábil —y es que la segunda diferencia se relaciona en la intimidad con la primera; y es que cuando antes los sueños eran esporádicos, nocturnos, ahora se han vuelto permanentes, a la luz del día. Sueño despierta.
Imagino un mundo de paz —de paz interna, que es la que importa. Un mundo de puestas del Sol a las orillas de una playa, del viento entrando despacio por una ventana y acariciando la piel, de tragos con hielo que hacen «clinc, clinc» cuando el calor los derrite. Un mundo de cielos grises, del olor del césped húmedo y la lluvia inundando el ambiente helado, de tazas vaporosas calentando las manos en la dulce compañía de un libro. Un mundo en el que, de a ratos, el rascacielos más cercano es ese pino que siempre se zarandea de un lado a otro cuando hay tormenta; en el que el sonido más estridente son las chicharras y las cotorras recordándonos cada vez que es verano; en el que la escala de grises está ahogada por el verde del follaje y el azul del cielo.
Este mundo —el de los sueños despierta y las noches en vela— no es un mundo sólo de sensaciones externas. Es un mundo donde lo interior, los sentimientos y el dolor, han lugar no en forma tormentosa e inestable; donde las emociones no son binarias, incendiándolo todo con la ira y la angustia para que luego ese fuego se extinga, matando hasta la última brasa y dejando sólo cenizas. Es un mundo donde hay risas, (des)veladas especulando sobre las estrellas en el cielo y las constelaciones de adentro, de miradas sutiles y cariño implícito y la sensación vertiginosa de tener, en el otro, todo lo que uno necesita. Es un mundo simple, tan simple como alguien acomodando una manta sobre otro par de hombros fríos, como un plato delicioso y una sonrisa cuando las cosas no fueron bien, como dejar caer el propio cuerpo contra el del otro al contemplar el horizonte infinito.
Un mundo simple que quizás esté allá —afuera de la carcasa.
Acá adentro todo es negro. Y sólo se respira soledad. Los ruidos —los motores que nunca se callan, y los gritos— son ensordecedores. El olor del miedo se entremezcla con el de la angustia; el roce de las expectativas y las esperanzas muertas sobre la piel se parece al de una serpiente —y siempre, siempre, la eterna sensación de que nunca voy a encontrar la llave.
La pregunta. La peor de todas las preguntas —la que los optimistas siempre responden con un «sí, está adentro tuyo, tenés que sacarla afuera» sin detenerse a pensar si verdaderamente es así y si, aunque lo fuera, bastaría todo el tiempo del mundo para lograrlo.
¿Hay una llave?
1 ghost.
Ufff, me sentí un tanto identificado. La fijación con el tiempo, una sensación de agobio al descubrir que la verdadera pesadilla no es la del tormento en el mundo onírico, sino la que comienza con la vigilia. Me siento muchas veces un envase, una carcasa humana. ¿Y adentro? No se. Me conozco, y a su vez no.
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