Los
humanos somos seres egoístas, y cuando nos sentimos caer en un agujero negro de
pena y desesperación, nos damos cuenta de que, tal vez –y probablemente-, no
sería tan malo si hubiera alguien cayendo a nuestro lado. Cuando una desgracia
nos rodea cual una sombra de terciopelo, cuando la miseria nos consume el alma
como el fuego se traga un bosque entero, cuando nuestros ojos no quieren más
que cerrarse para observar lo invisible y negar una existencia que lentamente
nos está destruyendo; deseamos tener a alguien junto a nosotros que soporte esa
pena de igual manera, que comprenda cuán terrible es eso por lo que estamos pasando,
que se apiade, al menos por un segundo, de lo desafortunado de nuestro destino
y comparta esa misma calamidad.
Qué
humano que soy entonces, ¿eh? Porque está claro que ese egoísmo corre también
por mis venas, como un líquido amargo que arde a cada segundo.
La
libertad es un paraíso que pocos pueden disfrutar a pleno, y es absurdo que lo
plantee siendo que fue mi persona la que rechazó esa oportunidad de huir de
este tormento y planear en los cielos como un ave en un día despejado. Es
injusto que lo plantee, siendo que yo tuve la misma oportunidad y aún así… la
dejé pasar.
¿Por
qué? Es lo mismo de siempre. En parte es el miedo, ese terror que siempre está
presente, atándome las manos detrás de la espalda. En parte es el rechazo
ajeno, el hecho de que escapar me habría causado tanta euforia como críticas
por parte del resto hacia mi persona –y eso es algo con lo que definitivamente
no tengo ganas de lidiar, ya tengo suficiente como estoy-. Pero mucho más
importante que todo eso, es el orgullo lo que me impide retroceder o tratar de
huir. Es el orgullo el que me obliga a permanecer en mi senda, avanzando hacia
el frente como un ser que apenas es consciente de lo que hace y que obedece a
una fuerza que prácticamente dejó de ser la suya propia.
Es el
maldito orgullo el que me encierra entre sus brazos blancos y me promete cosas
que nunca se cumplen, obligándome a continuar con algo que no me interesa en lo
más mínimo.
Y como
el número de personas que lo sufren se redujo –y qué me importan los demás,
hablo de la gente cercana a mí que efectivamente me interesa-… No puedo evitar
sentir una profunda envidia que no se puede curar.
La
envidia es una cicatriz que puede abrirse ante el menor roce, en cualquier
momento, y emanar un río entero de sangre negra y corrosiva.
No ghosts.
Publicar un comentario